Si Pitágoras hubiese sido futbolista, sin ningún género de dudas habría jugado con el número siete, para él el número perfecto. El siete lleva implícito la magia de lo divino y la accesibilidad de lo terreno, la creatividad y la fuerza adaptada a la exigencia. Siete son los días de la semana, siete los pecados capitales, siete el ciclo lunar, siete fueron las columnas y las colinas sobre las que se edificaron el templo de Salomón o la antigua Roma, siete mares, siete son los ángeles que asisten ante Dios, según Cornelio Agrippa y en la misma relación, siete serán los dueños del juego que marcarán el camino hacia el don divino del fútbol.
Sumario
Presentando a los siete 7es inolvidables
Así como Miguel es el ángel de la luz, Jimmy Johnstone fue la luz de los Celtics en sus años míticos. Si Gabriel es el ángel de las aspiraciones, de los sueños, Manoel dos Santos “Garrincha” hizo soñar a millones de almas al convencernos de que siendo imperfecto se puede llegar a la perfección. Si Rafael es el ángel civilizador, Simonsen cambió el paso a un fútbol que resurgió de su propia edad media para abrirle el camino a la diversidad y al dinamismo del sentido del ritmo. Si Anael es el ángel del amor, George Best nos enamoró a nosotros desde los efluvios de un fútbol armónico y graduado y a ellas desde la profundidad de su melena y el infinito de su sonrisa. Si Samahel es el ángel exterminador, Juan Gómez “Juanito” es la huella de quien pisa con garbo, de quien pisa con rabia, de quien domina el impacto de un sentimiento que aúna pasión y arrebato. Si Zadkiel es el ángel dominador, Corbatta era el dueño del desborde, del desquite, de la milonga, del pasito y del arranque. Si Zaphkiel es el ángel de la solicitud, “El Pardo” Abbadie era el prestidigitador de la cal, el hipnotizador de escritores limosneando una genialidad del enemigo cercano.
Los siete eran sietes. De rigor, antiguos, modernos, creativos, ladinos, amigos del quiebro, de la finta, del regate compuesto para los académicos, del sentido del momento, de la realidad fantástica de una magia que supera lo que se puede interpretar al tener delante a quien está dispuesto a pararte, a frenarte, a empujarte hacia el abismo que te separa del mundo conocido para hacerte morir en la oscura sombra del tendido lleno de aspirantes al regalo del aplauso.
Si, hoy hablamos del dueño del flanco derecho, del número siete, del dueño del número mágico, cuando el jugador de hoy se ha apoderado de la camiseta para colocarle su nombre al número identificativo, ayer era el número quien se apoderaba del nombre y si el siete te llamaba, era para ejercer de extremo derecho, para mancharte los borceguíes con cal, para sentir el miedo a que el marcador de punta te hiciese su prisionero sin concesiones, para sufrir el golpe definitivo que acabase con la galopada, con el ballet, con la cumbia o con el bolero que uno estaba dispuesto a bailarle a su pareja de turno.
El siete es cualidad adaptada a la potencia. Es, era y será propiocepción pura, equilibrio, freno, fuerza gestionada para la creatividad de la velocidad ajustada al juego, adaptada al requerimiento de que se desborda para dar continuidad al arte de jugar desde el espacio reducido y así abrir el abanico al inmenso marco en el que todos esperan el pase atrás, el centro medido, el tiro cruzado, la muerte digna del rival. El siete sabe, entiende y ejecuta en función de un instinto aprendido en la calle, revisado en la pizarra y adaptado al traje que uno viste con sus diez piezas maestras para configurar el equipo. El siete domina la técnica para desequilibrar, la técnica para refrenar el impulso extra de un defensor venido arriba. El siete domina la decisión de irse solo contra el mundo para ofrecerlo en bandeja a su banda de correligionarios, esos colorados, los nuestros, que esperan el regalo del “empújala tú que a mí me da la risa”.
Los siete 7es y lo impensado
El siete, estos siete, fueron maestros que confirmaron que el fútbol es el arte de lo impensado, el arte de lo imperfecto, el sentido de la armonía dentro del desarreglo de la estatura, de la ausencia de posibilidades reales de imponer un físico musculado y encontrar un físico adaptado al medio. Si Darwin tuviese que llevar a la especie mejor adaptada al juego, elegiría al siete, porque nadie espera nada de él pero él espera sorprenderte con todo.
Cada siete de los anteriormente mencionados vivió en un entorno futbolístico diferente y cada uno homogeneizó su hábitat desde manifestaciones artísticas parecidas. Todos ellos, Johnstone, Garrincha, Simonsen, Best, Juanito, Corbatta y Abbadie jugaron desde la perspectiva de quien debe desbordar para seguir sobreviviendo, si a la zona activa del juego nos referimos y quienes jugaron desde la perspectiva de quien debe acompañar para rebañar el pase preciso del amigo alejado o el error del enemigo confundido, cuando la pelota llega desde las antípodas del otro lado. Cada uno de ellos elevó la técnica individual al servicio del equipo, al convertir esa suerte directamente ligada a la magia del fútbol que fue el regate a la condición de excusa suficiente para pagar una entrada. Pero lo más importante, todos ellos elevaron a la condición de imprescindible la acción posterior, una vez que el defensa grababa en su memoria la visión de quien lo había superado, el siete que siempre iría aparejado al fracaso del tres o del seis, según el lado del charco en el que se mire.
El extremo derecho era dueño del flanco y allí todo ejército busca superar a su rival. Atacaremos por los flancos, hasta el propio Aquiles lo tenía claro, lo mismo que Escipión, César, Trajano, Napoleón o Patton. Todos ellos entendieron que por el lado, el oponente puede ser rebasado para generar esa pinza imprescindible que permite retroceder para aniquilar. El siete lo sabe, en el desborde y el pase de la muerte está la suerte de su equipo, en el remate final de la infantería está la suerte del resultado. Y cada uno de ellos la ejerció con dominancia, con estilo propio y adaptada a las exigencias estratégicas de su equipo, de su ejército, de las necesidades estudiadas de su general, de su entrenador.
Los siete 7es y sus significados
Jimmy Johnstone
Johnstone representó el impacto de la velocidad, de la verticalidad, de la capacidad para arrancar y driblar para doblar un pase determinante y posibilitar la culminación de la evolución, del avance global, de la superación de líneas colectiva a partir de una iniciativa individual y junto a él, sus Celtics, formado por amigos, vecinos y con un ADN singular, dominaron una Europa futbolística desde la particularidad de un club que solo reconocía a los cercanos.
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Manoel dos Santos “Garrincha”
Garrincha fue el prototipo que en el laboratorio tiran por imperfecto, por desaliñado, por no cumplir las reglas básicas del equilibrio de la física y quien de repente, como ese Pinocho revivido por su hada madrina, cobra vida propia para romper moldes y sobre todo cinturas. Los payadores lo alabaron y con su estrella solitaria en el corazón y echando fuego, revivió la leyenda del indomable imponiendo cultura futbolística allá donde solo había dureza, barro, hoyos y complicaciones. Y cuando miraba para delante, veía el horizonte, la luz cegadora del objetivo, el arco y si no podía avanzar miraba atrás y allá tenía la presencia amiga de Didí quien al toque lo volvía a habilitar para que pudiese seguir soñando. Y con la canarinha sonó y con su Botafogo soñó y con él soñaron todos mientras languidecía su cotidianidad y se elevaba a la categoría de leyenda su talento. Y Zitarrosa lo cantó y lo lloró y la llevó atada al pie para siempre.
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Alan Simonsen
Alan Simonsen no quería jugar, lo sacaron de la fábrica y le dijeron que no privase al mundo de una capacidad innata para interpretar este deporte. Y por suerte jugó y en Moenchengladbach demostró que era un caballo desbocado, el mejor lugar para ejercer como un potro con pura sangre. Y allí jugó quebrando y corriendo con la elegancia de quien tiene el espíritu libre de no sentirse obligado a nada y de quien está pendiente de que todo termine para volver a su casa y disfrutar de su mundanidad. Simonsen se acopló a un equipo casi perfecto y allí ejerció la perfección de regatear y correr, de regatear y tirar, de hacer una pared, de elevar otra pared para que su partenaire corriese, no un cualquiera, un tal Heynckess y entre todos convirtieran a su Borussia en un ejemplo imperecedero de gran fútbol. Y Barcelona lo adoptó y aquí nos enamoró y todavía nos sigue enamorando con el paso de los años porque el arte sigue estando ahí para el disfrute de todos.
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George Best
George Best no cantaba pero era el quinto Beatle. No sabremos nunca si sereno jugaba mejor que borracho o las leyendas urbanas simplemente exageran lo real y sereno nunca osó jugar. Best, irlandés de los otros, de los afines al imperio, irlandés que citando a Marlowe dejó su sentencia al mundo, “en 1969 dejé el alcohol y las mujeres, fueron los peores veinte minutos de mi vida”. Best, quien compartió vestuario con lo más granado del fútbol inglés para diferenciarse de esa flema y convertir lo serio en comedia al jugar dominando la pelota, el espacio, el ritmo y el engaño. Y con gol y generoso y retador. En apariencia tímido, solo un balón, una pinta y una rubia rompían su taimada actitud para hacerle enarbolar la bandera del conquistador. Y conquistó a todos y murió solo, como otros que habiendo dado tanto, habiendo recibido tanto, se lo bebió sin pensar en mañana.
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Juan Gómez, “Juanito”
Juan Gómez, “Juanito”, torero que jugó al fútbol. Al natural era creativo, rompedor, con cambios de ritmo imposibles y revolucionado ante la esencia máxima del juego, dominar el esférico para compartir las consecuencias. A la suerte contraria era jodido, retador, vengativo y ganador, capaz de llevarte por la calle de la amargura dominando la pelota, exigiéndote lo máximo y capaz de amargarte la tarde con su lengua locuaz, rápida y cortante. Jugador de casta, de calle, Fuengirola lo elevó a la altura de maestro y cada minuto siete, cómo no, su memoria sobrevuela el campo de los sueños de todo chico o chica de Chamartín.
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Orestes Corbatta
Orestes Corbatta. De profesión “carasucia”. Voló en la academia donde se hizo grande y volvió en la Bocca donde pudo volver a serlo. Bohemio, anárquico, Arlequín le llamaban, su manera de jugar, medias a veces caídas, piernas arqueadas, gauchesco, principio y fin de la jugada, representó un estilo que todavía hoy pervive en los rincones más escondidos del fútbol de potrero. Inspirador de otros, tan locos o más que él, representa la quintaesencia del dueño de la línea de cal, del doctor de banda, del goleador flanqueando el lado adverso. Amaga y se va, con su sencillez de humilde en el foro de los grandes, amaga y se queda, con la flacura de quien fue pobre y se sabe dador de riqueza. Orestes Omar, el doble nudo de una o que con Corbatta tomaba aires de tendencia y dejaba de ser complemento. Y el fútbol lo elevó a la categoría de ídolo mientras la vida se la bebía y le enterraba en la categoría de ángel caído.
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Julio César Abbadie
Julio César Abbadie. El alumno aventajado de Ghiggia, el niño que no quiso ser campeón del mundo cuando en 1950 Juan López, seleccionador uruguayo le dijo que lo llevaría convocado al mundial de Brasil pero que no sería titular pero al que él se negó a acudir por no asumir la suplencia, diecinueve años tenía el muchacho. El Pardo, así lo llamaban, el jugador que enamoró a Galeano a pesar de que siendo el escritor hincha de Nacional, el eterno rival, abogó por un amor sin colores al amarlo en Peñarol. Jugador de corte elegante, fina estampa, creativo y gambeteador, desarrolló larga trayectoria entre Uruguay e Italia para volver, veterano y sentar cátedra al culminar su carrera dominando el flanco del mejor Peñarol conocido. Sutil y delicado en el toque, finta como si percutiese un redoble de tambor en el Candombe para correr y pasar y sublimar al delantero que siempre recibía su gracia con agradecimiento y así, desde Spencer hasta Schiaffino, convirtieron el toque, cortito y al pie, en sinónimo de gol. Y Galeano lo inmortalizó en su sol y sombra con una frase para la eternidad: “Juan Alberto Schiaffino y Julio César Abbadie jugaban en Peñarol, el cuadro enemigo. Como buen hincha Nacional, yo hacía todo lo posible por odiarlos. Pero el Pepe Schiaffino, con sus pases magistrales, armaba el juego de su equipo como si estuviera viendo la cancha desde lo más alto de la torre del estadio, y el Pardo Abbadie deslizaba la pelota sobre la línea blanca de la orilla y corría con botas de siete leguas, hamacándose sin rizar la pelota ni tocar a los rivales: yo no tenía más remedio que admirarlos, y hasta me daban ganas de aplaudirlos”.
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El legado de los siete 7es
Los siete fueron sietes. Los mejores aliados de la individualidad dentro del colectivo, quienes dejaron impronta de todo lo que es espectáculo en el juego y que hoy esperamos ver en cada campo de fútbol. Y otros como ellos, con el espíritu del siete, entendieron que en ese flanco, con la cal manchando las botas, no se puede vulgarizar el juego con acciones impropias y con el dos, demostraron ser sietes, como Manfred Kalz o Cafú o con el ocho, espigados y sin la apariencia de un siete, nos convencieron de que dentro llevaban marcado a fuego su firma y su señal, como Míchel.
El siete es patrimonio del fútbol. Si ves a un niño chico o a una niña atrevida queriendo mostrar su afán de llevarse el balón pegado al pie, desbocada el alma en pos de un equilibrio imposible y elevando la cabeza para encontrar al aliado cercano o alejado, déjalo volar, déjalo sentir, y si se equivoca, invítalo a intentarlo otra vez y quizás así, algún día, otro payador le regale a alguien otra canción profunda que lo deje para siempre en el recuerdo de todos. Y ese hechizo mágico siga viviendo y alumbrando miradas sorprendidas.
Autor
- Soy Álex Couto Lago. Entrenador Nacional de Fútbol, convalidable con Uefa Pro. Máster Profesional en Fútbol por la Universidad del Mar de Murcia. Licenciado en CC Económicas y Empresariales por la Universidad de Santiago de Compostela.
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